En diciembre de 1511, un furibundo fray Antonio de Montesinos predicó en Santo Domingo contra los encomenderos asentados en las colonias españolas, quienes incurrían con una frecuencia inaceptable en abusos y se extralimitaban en las atribuciones otorgadas por la Corona a sus beneficiarios.

Con vehemencia declaró, contra la incomodidad de algunos de sus asistentes, que los indígenas también eran seres humanos y que tenían respetarse sus derechos naturales de libertad y de propiedad, y que se debía estimular su conversión al cristianismo a través del ejemplo. La polémica que se desató en La Española llegó hasta los oídos del rey Fernando II, quien ordenó una junta de teólogos y juristas para darle una respuesta a la cuestión.

El resultado fueron las famosas Leyes de Burgos del 27 de diciembre de 1512, la cuales le dieron la razón en todo a fray Montecinos. Si bien consideraba la Conquista como la gran misión de España en aras de la cristiandad, reconocía que el indígena era un ser libre y que tenía derechos de propiedad, se le reconocía que sus compromisos laborales debían ser tolerables y retribuidos con una paga justa, desautorizaba todo tipo de explotación laboral y entregaba grandes consideraciones para las mujeres, especialmente las embarazadas.

La trascendencia de las Leyes de Burgos la hacen antecesora de las legislaciones posteriores en materia de derechos humanos, y demuestra el interés del reino en expansión por brindar a sus súbditos un trato justo y digno, en correspondencia con su condición humana.