
Ya en el siglo IV a. de C. el templo tenía para la sociedad judía un rol trascendental, el más relevante por sus vínculos con la divinidad. Era el único lugar en el cual los fieles ofrecían sus sacrificios a Yahvé sin interrupciones, sin que nada detuviera el reconocimiento del poder de la única deidad por ninguna circunstancia.
Pero, a partir del año 167 a. de C., cesan los sacrificios y el lugar sirve para la adoración de variados ídolos. ¿Cómo superar el escollo? ¿Cómo mantener los principios esenciales, si el templo ha cesado sus funciones por imposiciones de la arbitrariedad, por el pecaminoso capricho de unos dominadores? Los sacerdotes judíos insisten entonces en dos principios capaces de marcar la evolución de su sociedad en el futuro: la pureza y la separación. La primera, que significaba apego invariable a la ortodoxia, debía imponerse para evitar la contaminación de la idolatría. La segunda, como recurso necesario para el mantenimiento del elemento anterior. La persecución de tales valores, substitutivos del clausurado templo, marcará la rutina de los fieles en adelante.