
Con el proceso de colonización puesto en marcha a partir de 1492, la cuestión de las naciones aborígenes de América se convirtió en un tema discutido en los más altos niveles de España. Miembros de la realeza, el clero y el estamento intelectual de la antigua metrópoli se inscribieron por varios años en discusiones sobre el ser, la imagen y el propósito de los nativos del nuevo mundo. Su concepción, harto tratada con las Leyes de Burgos de 1512 y las Leyes Nuevas de 1542, continuó siendo debatida en 1550 con la llamada Junta de Valladolid. En esta ciudad castellana se despertó un debate público (otra vez) sobre si los indios americanos tenían calidad suficiente para ser considerados iguales o, por el contrario, eran seres humanos comunes y corrientes a los cuales se les debía respetar su dignidad a toda costa.
Ésta última tesis estuvo encabezada por Bartolomé de las Casas y aquélla por Juan Ginés de Sepúlveda. Pero a diferencia de las veces anteriores, el enfoque estuvo en las interpretaciones de las bases teológicas para legitimar una u otra aseveración. Ginés defendía una postura más guerrerista, pues el indígena debía ser transformado forzosamente si era necesario en pro de la fe católica, mientras que de las Casas fue intransigente con que los nuevos súbditos tenían derecho de evangelizarse por voluntad propia, y que, a pesar de lo que se pensaba, eran más civilizados de lo que se creía, pero a su propia forma. El debate de la Junta esta vez no produjo una declaración final. Pese a ello, la serie de discusiones que tuvo en Valladolid un nuevo episodio demuestran el interés que hubo en la España imperial por procurar el tratamiento más adecuado para los seres humanos que fueron uno de los protagonistas de este trascendental encuentro entre el Viejo y el Nuevo Mundo.