Una de las figuras más piadosas y humanitarias que distingue a la corte de Isabel La Católica es el sacerdote Hernando de Talavera, su confesor. Aconseja a la soberana de la necesidad de la condescendencia, y de evitar soluciones sangrientas en la lucha contra los moros.

Es la fibra más humana en los aledaños de la monarquía. La reina lo hace obispo de Granada después de posesionarse de la gran ciudad, para que desarrolle labores de catequesis que no signifiquen imposición, sino acercamiento sutil. Así lo hace el apacible religioso, hasta cuando cae en las garras de Diego Rodríguez Lucero, inquisidor de la vecina Córdoba con jurisdicción en la ciudad recientemente conquistada, apodado El Tenebroso.

Como sospecha de que el obispo Talavera tiene sangre judía, inicia un proceso para quitarle la mitra y llevarlo a prisión. Se trata de una proposición que no puede probar, de una suposición que no encuentra la firmeza del testimonio de la genealogía, pero El Tenebroso no ceja en su empeño.

Ya anciano, el obispo Hernando de Talavera muere en olor de santidad debido a la humillación a que ha sido sometido. Ante la situación interviene Fernando el Católico, quien ya reina en Castilla. Destituye al Inquisidor Mayor, Diego de Deza, quien ha permitido las groseras arbitrariedades de El Tenebroso, y nombra al cardenal Cisneros como cabeza del Santo Oficio.