
En el reino de Aragón predominaron las resistencias cuando se anunció la instalación de un tribunal de la Inquisición en su comarca. Solo después de intensos debates, cuyos ecos llegaron hasta el trono, las Cortes reunidas en Tarazona llegaron a consentirlo en abril de 1484. El principal animador del Santo Oficio fue entonces Pedro Arbués, canónigo de la catedral de Zaragoza y martillo de todo lo que pareciera judaizante.
Era tal su afán de persecución, que un grupo de ricos conversos contrató a unos sicarios para que lo asesinaran. Entre los conjurados figuraban un maestre racional del reino de Aragón, un consejero del rey y un consejero del gobernador, quienes terminaron en la cárcel. El crimen sucedió durante la noche del 15 de septiembre de 1485, mientras Arbués rezaba de rodillas cerca del altar mayor.
Lo protegía una armadura, pero los puñales lo hirieron de muerte. Se corrió entonces la historia de que sus restos eran milagrosos, debido a que obraban prodigios de curación. Fue canonizado en 1867.