Tomás de Torquemada, Inquisidor Mayor, murió en 1498. En su tumultuoso funeral se ponderaron sus virtudes heroicas, propias de la santidad, pero también los pavorosos temores que había sembrado en la sociedad durante su mandato. El nombramiento de Diego de Deza como sucesor en el cargo animó las esperanzas de un cambio positivo en los manejos del tribunal.

Erudito aficionado a las bibliotecas, amigo de las artes, sacerdote de carácter afable, cortesano interesado en los descubrimientos geográficos y protector de Cristóbal Colón, podía orientar a sus funcionarios por un rumbo menos áspero, o más condescendiente. No fue así, sin embargo.

Durante su gestión, las actividades de la Inquisición llegaron a una cima capaz de superar las atrocidades orquestadas por el temido antecesor. Apenas se derramaban las primeras gotas de un río de sangre de los cristianos nuevos, pero también de cualquier súbdito que se ganara las antipatías de los inquisidores. Bajo la entusiasta tutela de Diego de Deza, se superó la marca de terror impuesta por Torquemada, que parecía imbatible.