
Dado que las corrientes más misticistas de la religión se pusieron en boga a partir de los últimos años del siglo XV, la Iglesia católica se vio en la necesidad de hacer diferencias para no terminar haciendo una cacería indiscriminada.
Como podían filtrarse el pecado y la charlatanería en la vida aparentemente recogida e impoluta de aquellos que parecían ser los mejores portados, se dispuso un análisis que distinguiera lo puramente santo de lo evidentemente diabólico.
Se trató de establecer un deslinde entre el misticismo ortodoxo y el misticismo herético, a través de estudios de las obras y de las opiniones de quienes se consideraron como sus ejemplos sobresalientes y llamativos. Incluso los que morían en olor de santidad podían someterse a la pesquisa y, si el caso lo ameritaba, pasar a la jurisdicción inquisitorial.