En los repasos de historia que se hacen sobre cómo fue la génesis de América Latina como una proyección de Europa y cómo eso devino en la creación de un nuevo hemisferio cultural, hay un actor que suele ser pasado por alto por el poco (diríamos casi nulo) rol que tuvo durante la incipiente era colonial: los italianos. Más allá del rol de cronista que tuvo Antonio Pigafetta al relatar la expedición de Magallanes alrededor de 1520, el país itálico fue uno de los países europeos interesados en dejar su nombre en América. Fernando I de Médici, en ese entonces duque de Toscana, tuvo un repentino interés por la madera que podía conseguirse en la selva amazónica al norte de Brasil, y para hacerse con la materia prima contrató una expedición al mando del inglés Robert Thornton como su capitán.

El Gran Duque preparó entonces una carabela que llevó el nombre de Santa Lucía, junto con una tartana, y ambos navíos zarparon en 1608 del puerto de Livorno hacia América. Los navegantes arribaron al territorio que hoy se corresponde con la Guayana Francesa. Allí se recopilaron muchos datos sobre la naturaleza, la geografía, las especies de flora y fauna y los recursos de los que se podían hacer uso en una eventual relación comercial. La misión regresó a Italia a principios 1609. El plan original era entregar la información y preparar un asentamiento en la Guayana con colonos provenientes de Livorno y Luca. Desafortunadamente, el Gran Duque había fallecido. Su hijo, Cosme II, le sucedió en el cargo, pero a diferencia de su padre no tenía ningún interés en colonizar el nuevo mundo y el proyecto fue desechado. De haber prosperado, este plan hubiese significado una mayor diversidad de naciones que hubiesen dejado una interesante huella en el continente, y, aunque ya de por sí profusa, hubiese aumentado un poco más la historia de los italianos en América Latina.