
El furor que desata la Inquisición en Sevilla contra los conversos en 1481, cuando apenas se está estrenando, hace que muchos que sospechan y temen su captura por los sabuesos religiosos apelen ante la romana autoridad.
Por entonces, aun las personas que se presentaban voluntariamente a confesar conductas judaizantes eran sometidas a desfiles vestidas de penitentes ante las burlas del populacho.
Cerca de mil quinientas fueron condenadas a penas de vergüenza pública. Muchas tumbas se escarbaron por mandato de los alguaciles, para quemar los huesos de los difuntos a quienes se acusó de herejía, o de connivencia con herejes. Ante la situación y abrumado por las peticiones de los fieles que acudían a su protección, en enero de 1482 el papa Sixto V declaró su preocupación por los excesos y criticó la severidad de la cual hacían gala los inquisidores españoles.
No valió de nada la conminación, debido a que el tribunal del Santo Oficio obedecía a la autoridad secular, según el había dispuesto en la bula de su fundación. Solo dependía de los reyes la posibilidad de la moderación y la clemencia, virtudes que sólo en casos excepcionales se hicieron presentes.