
Desde la Edad Media, en los procedimientos civiles podían las partes de los procesos judiciales acudir al auxilio de los testigos. Así podían descalificar a quienes los involucraban sin fundamento en un delito, o valerse de opiniones positivas. El recurso quedó sin efecto en los tribunales de la Inquisición, por lo menos en lo referente a los acusados.
Mientras los fiscales de la causa podían citar libremente la opinión o la evidencia suministradas por personas relacionadas con el litigio, o convocarlos con toda libertad, los motejados de pecados graves que corrían el riesgo de la hoguera, del tormento, la vergüenza pública y la excomunión, no podían hacer uso del recurso.
Ni siquiera podían enterarse de la identidad de las personas convocadas por la fiscalía, para defenderse adecuadamente. Actuaban a ciegas, por lo tanto, con una absoluta ausencia de los auxilios que la justicia ordinaria permitía en toda Europa.